En su cama, el niño horriblemente quemado y semiinconsciente, oía al médico que hablaba con su madre. Le decía que seguramente habría sido mucho mejor que muriera, ya que estaba condenado a ser inválido toda la vida, sin la posibilidad de usar sus piernas. Había sobrevivido a un incendio en su escuela y sus extremidades se habían quemado demasiado.
Desgraciadamente, de la cintura para abajo, no tenía capacidad motriz. Sus delgadas piernas colgaban sin vida. Todos los días, su madre le masajeaba las piernas, pero no había sensación de vida.
Un día en lugar de quedarse sentado, se tiró de la silla de ruedas. Se impulsó sobre el césped arrastrando las piernas. Llegó hasta el cerco de postes blancos que rodeaba el jardín de su casa. Con gran esfuerzo, se subió al cerco. Allí, poste por poste, empezó a avanzar por el cerco, decidido a caminar.
Empezó a hacer lo mismo todos los días y gracias a las oraciones fervientes de su madre y sus masajes diarios, su persistencia férrea y su resuelta determinación, desarrolló la capacidad,
Primero de pararse, luego caminar tambaleándose y finalmente caminar solo y después correr. Empezó a ir caminando al colegio, después corriendo, por el simple placer de correr. Más adelante, en la universidad, formó parte del equipo de carrera sobre pista.
Y aun después, en el Madison Square Garden, este joven que no tenía esperanzas de sobrevivir, que nunca caminaría, que nunca tendría la posibilidad de correr, este joven determinado, Glenn Cunningham, llegó a ser el atleta estadounidense que ¡corrió el kilómetro más veloz el mundo!
“Nada es imposible a aquel que cree” (Marcos 9:23). Para aquel que lucha con determinación por lograr lo que Dios ha depositado en su corazón. Hoy no es tiempo de rendirse, es el tiempo de respirar, tomar impulso y volver a empezar. ¡Feliz fin de semana!